Llega el mes de octubre, entran
el otoño y las lluvias. Las últimas especies estivales acaban de hacer las
maletas para su largo viaje a través del Estrecho de Gibraltar hasta sus
cuarteles subsaharianos. Una de ellas, el águila calzada, difícilmente podremos
ya observarla hasta que rompa el bosque con sus reclamos y cortejos la próxima
primavera. ¿Por qué entonces el águila calzada es el ave del mes de octubre?
Permitidme volver atrás en el tiempo unos meses.
El pasado Jueves Santo aproveché
un rato en que la lluvia, que no el viento, amainaba para darme un paseo por
los alrededores de Salamanca. La verdad, la tarde no animaba mucho a salir de
casa, pero con todo y con ello, saqué el impermeable, los prismáticos y me puse
a caminar. Al atardecer, escuché el bullicio propio de los reclamos
territoriales del águila calzada. Había pasado muchas veces por ese sitio, ya
que había censado las rapaces de la cuadrícula durante dos años y conocía su
abundancia, por lo que no le preste más atención que la de ser la primera del
año. Sin embargo, de vuelta al coche, mi sorpresa fue que había tres individuos
enzarzados entre ellos, por lo que rápidamente saque el telescopio y pasé un
buen rato observándolos. Durante los siguientes días, todas las tardes me
acerqué por allí un rato y pude contemplar a placer, una vez expulsado el
intruso, los vuelos territoriales, reclamos y todo el cortejo de una pareja.
No volví a acercarme por la zona
en un tiempo, hasta que a mediados de mayo fui a comprobar desde un lugar
bastante alejado si tanto trajín había dado sus frutos. Cuando ya empezaba a
pensar que la pareja había fracasado, el día 4 de junio puede observar una
pequeña mancha blanca que se movía dentro del nido…y luego otra. Eran dos
pollitos de unos diez días. Como podéis suponer, mi alegría fue enorme, así que
una noche, construí un pequeño “hide” para poder observar los animales si
causarles molestia alguna. Mi intención era seguir todo el tiempo posible el
crecimiento de los pollos.
Así, discretamente escondido, he
pasado tardes y tardes viendo cebas, juegos, primeros saltos e intentos de
vuelo, pudiendo comprobar casi a diario el crecimiento de mis amigos y de todo
lo que sucedía alrededor: liebres, zorros, cigüeñas y buitres negros además de
un sinfín de pajarillos.
La tarde del 20 de julio entré,
un poco antes de lo habitual, en mi escondite. Los pollos batían fuerte las
alas y saltaban de rama en rama, pero aún no podían volar. Los últimos días los
adultos se limitaban a dejar cualquier presa en el nido dejando que los pollos
despedazaran las cebas y comieran solos, mientras se mantenían discretamente en
la cercanía. El más pequeño se encontraba aleteando encima de una rama, cuando
escuche un chasquido. Miré con mis prismáticos: unos metros más abajo,
intentaba aferrarse a otra. Cerca de diez minutos estuvo desplomándose por el
árbol sin lograr recuperar el equilibrio, quedando apenas a dos metros del
suelo colgado boca abajo como si fuera un murciélago. No pudo aguantar más y acabó
dándose de bruces con el prado.
Observe cinco minutos al pollo y,
al faltar poco para atardecer, salí de mi escondite para intentar agarrarlo y
subirlo de nuevo. A buen seguro no sobreviviría a la noche de quedar allí, así
que tras unas carreras lo atrapé. Intente por dos veces tirarlo lo más alto
posible con la esperanza que se agarrara al árbol. El resultado fue siempre el
mismo, puesto que estaba agotado y terminaba
midiendo el suelo. Al final, di un salto y lo dejé en una gran rama a unos dos
metros tan sólo.
Al amanecer estaba de nuevo allí,
sin que se hubiera movido del lugar donde le solté. Tras un rato marché y volví
por la tarde. El pollo no estaba en la rama, no habiendo tampoco rastro de él.
Los siguientes días intensifiqué mis visitas, sospechaba que había resistido, pero
no tenía la certeza, ya que sólo observaba un pollo que se movía constantemente
de árbol en árbol. Pasaron así varios días, tenía casi perdida la esperanza de
que hubiera sobrevivido, cuando una tarde de estío los dos pollos revoloteaban
y jugaban alegremente. El mes de agosto estaba entrando.
A la vuelta de las vacaciones volví
a visitar la zona. Septiembre estaba avanzado, así que no tenía mucha esperanza
de volver a verlos. Me equivoqué, hasta San Mateo prepararon su periplo
migrador regalándome sus mejores acrobacias y planeos.
Ya queda menos para la primavera
Texto y fotos: Ángel González Mendoza.
Muy buen relato acompañado de magníficas fotos sobre esta pareja de calzadas y de sus pollos. Que el año que vienen vuelvan a criar y que sean de 2 los nuevos juveniles que se marchen hacia África.
ResponderEliminarMuchas gracias, esperemos que así sea.
EliminarTodo un lujo el poder ser testigo de la evoluciin de una familia de Aguilas Calzadas (ademas de forma activa ayudando...).Felicidades.
ResponderEliminarSaludos camperos!
Se hace lo que se puede. Muchas gracias por comentar.
EliminarPrecioso. Supongo que dará mucha alegría salvar a un ave en esas circustancias.
ResponderEliminarGracias por la entrada, y por la ayuda que repercute en todos. Quién sabe, quizá te las encuentres antes, el mes de Diciembre pasado en una salida con la Fundación Tormes vimos una Calzada sobrevolando la zona de la catedral. Un saludo.
ResponderEliminarUn relato con final feliz espléndidamente ambientado con fotografías de lujo y texto que nos ha mantenido la atención hasta el punto final.
ResponderEliminarEnhorabuena por la experiencia vivida y la satisfacción de haber contribuído al desarollo de esta bonita especie que nos visita y acompaña, verano tras verano.
Un saludo de 'Oholince y Sra.'